León XIII: el Papa de la cuestión social
Un día como hoy, 20 de julio de 1903, falleció León XIII: el Papa de la cuestión social. Por este motivo, a continuación, reproducimos un artículo en 3 partes que repasa sus documentos pontificios.
Fuente: La Esperanza (leer parte 1 aquí, parte 2 aquí y parte 3 aquí)
Uno de los temas esenciales que recorre toda la Encíclica Rerum Novarum de León XIII, es el de la dilucidación de los principios que deben regir la intervención del poder público en el ámbito socioecónomico, delimitando su correcta forma católica en contraposición a la socialista o filosocialista. Los repasaremos brevemente de la mano de Narciso Noguer S. J. y su artículo «El intervencionismo de la Encíclica “Rerum Novarum”», publicado primero en los nos de Mayo y Julio de 1923 de la revista Razón y Fe, y después incluido en su libro recopilatorio Cuestiones candentes sobre la propiedad y el socialismo (1924). Se parte de la base de la necesidad de la intervención del Poder (lo cual excluye, en principio, de la sana doctrina a todo tipo de paleoconservatismo, libertarismo, o anarcocapitalismo de nuestros días, en tanto que identificados con el liberal-clásico Estado-gendarme individualista) para la solución de la «cuestión social» provocada por el capitalismo (§12): «Verdad es que cuestión tan grave demanda la cooperación y esfuerzos de otros, es a saber: de los Príncipes y cabezas de las respublicas […]. [La Iglesia] cree que se deben emplear, aunque con peso y medida, las leyes mismas y la autoridad de la respublica». Después de refutar la falsa solución socialista en la primera parte del Documento, el Papa dedica la segunda a la verdadera solución católica, dividiéndola en tres secciones correspondientes a cada parte protagonista concurrente: la Iglesia; la potestad pública; y las clases sociales. Al principio de la segunda sección dedicada a la autoridad política, deja sentado que (§23): «Bueno es que examinemos qué parte del remedio que se busca se ha de exigir a la respublica. Entendemos hablar aquí de la respublica, no como existe en este pueblo o en el otro, sino tal cual lo demanda la recta razón conforme con la naturaleza, y cual demuestran que debe ser los documentos de la divina sabiduría, que Nos particularmente expusimos en la Encíclica en que tratamos de la constitución cristiana de las ciudades [= Immortale Dei, de 1885]». Es decir, el Papa se va a limitar a lo que Magín Ferrer denominaba «constitución natural» en su obra Las Leyes Fundamentales (1843).

Noguer clasifica las prescripciones de la Encíclica en dos grandes apartados: deberes generales y particulares de la potestad. Dentro de los primeros distingue tres tipos: promoción del bien común con el concurso de orden general; protección del bien de la comunidad y las clases sociales; y tutela de los particulares. En cuanto al primero, no es más que la providencia general con que el poder público promueve el bien común (§23): «Los que gobiernan deben cooperar […] con toda la fuerza de las leyes e instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma de la respublica brote espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos […]. Ahora bien, lo que más eficazmente contribuye a la prosperidad de un pueblo es la probidad de las costumbres, la rectitud y orden en la constitución de la familia, la observancia de la Religión y de la justicia, la moderación en imponer y la equidad en repartir las cargas públicas, el fomento de las artes y del comercio, una floreciente agricultura, y si hay otras cosas semejantes, que cuanto con mayor empeño se promueven, tanto será mejor y más feliz la vida de los ciudadanos. […] Cuanto mayor sea la suma de provechos que de esta general providencia dimanare, tanto será menos necesario tentar nuevas vías para el bienestar de los obreros». En lo que se refiere al segundo tipo de deber general de la potestad suprema, dice la Encíclica (§24): «Entre los deberes, ni pocos ni leves, de los gobernantes que velan por el bien del pueblo, se destaca entre los primeros el de defender por igual a todas las clases sociales, observando inviolablemente la justicia llamada distributiva». En virtud de la misma, merece especial atención el estado social de (§25) «los que se ejercitan en algún arte u oficio [pues] sirven también muchísimo a la pública utilidad», y, por tanto, está justificado que al obrero o menestral «le toque algo de lo que él aporta a la común utilidad» e «importa mucho a la respublica que no sean de todo punto desgraciados aquéllos de quienes provienen bienes tan necesarios». Mucho se podría decir aquí del beneficio social en que normalmente se incurre en un régimen de producción normal dentro de la economía moderna, y que podría repartirse en forma de dividendos y/o disminución de precios compensada a la gente conforme a la dicha justicia distributiva, pero que resulta defraudado por el (deliberadamente) defectuoso sistema financiero que acompaña a dicha economía y que está detrás de todas sus perversiones antisociales. Pero debemos continuar con nuestro tema, y ver cómo aborda la Encíclica la que quizás sea la materia más espinosa y delicada en relación a la intervención gubernamental: el posible choque con las personas, las familias y las asociaciones, cuando entra en juego el bien de la comunidad política en general y de los grados sociales en particular.
Antes de nada, León XIII deja bien sentado que (§26) «recto es, como hemos dicho, que no absorba la respublica ni al ciudadano ni a la familia». En efecto, respecto al individuo, el Papa había declarado su derecho natural, no sólo a tener dominio sobre los frutos de la tierra, sino sobre la tierra misma, añadiendo (§6): «ni hay para qué se entrometa el cuidado y la providencia de la respublica, porque más antiguo que la respublica es el hombre, y, por esto, antes que se formase ciudad ninguna, debió recibir el hombre de la naturaleza el derecho de cuidar de su vida y de su cuerpo». Y, respecto a la familia, el Papa indicaba que, puesto que (§9) «la sociedad doméstica se concibe y de hecho existe antes que la sociedad civil, síguese que los derechos y deberes de aquélla son anteriores y más inmediatamente naturales que los de ésta. Y si los ciudadanos, si las familias, al formar parte de una comunidad y sociedad humanas, hallasen, en vez de auxilio, estorbo, y, en vez de defensa, disminución de su derecho, sería más bien de aborrecer que de desear la sociedad». Dos excepciones tolera esta libertad: 1ª. (§10) «si alguna familia se hallase en extrema necesidad y no pudiese valerse ni salir por sí de ella en manera alguna»; y 2ª. «si dentro del hogar doméstico surgiere una perturbación grave de los derechos mutuos»; y añade el Pontífice: «Pero es menester que aquí se detengan los que tienen el cargo de la cosa pública; pasar estos límites no lo permite la naturaleza».

Aclarados estos antecedentes, y volviendo al punto §26 de la Encíclica, el Papa precisa: «justo es que al ciudadano y a la familia se les deje la facultad de obrar con libertad en todo aquello que, salvo el bien común y sin perjuicio de nadie, se puede hacer»; y recuerda que «la custodia de la salud pública, no sólo es la ley suprema, sino el fin único y la razón total de la suma potestad», la cual también debe proteger a las partes de la comunidad, pues «la administración de la cosa pública está por su naturaleza ordenada, no a la utilidad de los que la ejercen, sino a la de aquéllos sobre quienes se ejerce. […] Si, pues, se hubiera hecho o amenazara [de forma inminente] hacerse algún daño al bien de la comunidad o al de alguno de los órdenes sociales, y si tal daño no pudiera de otro modo remediarse o evitarse, menester es que le salga al encuentro la pública autoridad». A modo de ilustración de este principio, enumera el Papa a continuación seis casos en los que estaría justificada la intervención del Poder, y concluye: «en todos estos casos claro es que se debe aplicar, aunque dentro de ciertos límites, la fuerza y la autoridad de las leyes. Los límites los determina la causa misma por la que se apela al auxilio de las leyes, es decir, que no deben éstas abarcar más ni extenderse a más de lo que requieren el remedio de los males o la evitación del peligro».
Además de la persona y la familia, resta señalar las relaciones del Gobierno con las denominadas sociedades privadas. Llámanse así –dice León XIII– (§35) «porque aquello a que próximamente se enderezan es al provecho o utilidad privada que a solos los asociados pertenece»; y añade: «Aunque estas sociedades privadas existen dentro de la sociedad civil, y son de ella como otras tantas partes, sin embargo, de suyo en general no tiene la respublica poder para prohibir que existan. Porque el derecho de formar tales sociedades privadas es derecho natural al hombre, y la sociedad civil ha sido instituida para defender, no para aniquilar, el derecho natural; y si prohibiera a los ciudadanos hacer entre sí estas asociaciones, se contradiría a sí propia, porque lo mismo ella que las sociedades privadas nacen de este único principio, a saber: que son los hombres por naturaleza sociales». Y remacha más adelante, refiriéndose en concreto tanto a las asociaciones de tipo social-asistencial, como a las de carácter económico-gremial o colegial (§38): «Proteja la respublica esas asociaciones, que en uso de su derecho forman los ciudadanos; pero no se entremeta en su ser íntimo y en las operaciones de su vida, porque la acción vital procede de un principio interno, y con un impulso externo fácilmente se destruye».
Dicho esto, el Pontífice declara respecto a las sociedades privadas en general (§35): «Hay algunas circunstancias en que es justo que se opongan las leyes a esta clase de asociaciones, como es, por ejemplo, cuando de propósito pretenden algo que a la probidad, a la justicia, al bien de la respublica claramente contradice. Y en semejantes casos está en su derecho la potestad pública si impide que se formen; usa de su derecho si disuelve las ya formadas; pero debe tener sumo cuidado de no violar los derechos de los ciudadanos, ni, so pretexto de pública utilidad, establecer algo que sea contra razón. Porque a las leyes, en tanto hay obligación de obedecer en cuanto convienen con la recta razón y, consiguientemente, con la sempiterna ley de Dios». Pero el Papa, además de defender la libertad de las asociaciones frente a los abusos del Gobierno, también protege la libertad personal frente a la asociación.
Dice así (§33): «Si se llegara prudentemente a despertar la industria de la muchedumbre con la esperanza de adquirir algo vinculado con el suelo [= algo estable; quippiam, quod solo contineatur], poco a poco se iría aproximando una clase a la otra al ir cegándose el abismo entre las extremadas riquezas [i. e. la nueva «facción poderosa» que «monopoliza la producción y el comercio» gracias a la moderna Revolución financiera e industrial] y la extremada indigencia. Habría, además, mayor abundancia de productos de la tierra. Los hombres, sabiendo que trabajan lo que es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo. Aprenden incluso a amar más a la tierra cultivada por sus propias manos, de la que esperan no sólo su sustento, sino también una cierta holgura económica para sí y para los suyos. No hay nadie que deje de ver lo mucho que importa este entusiasmo de la voluntad para la abundancia de productos y para el incremento de las riquezas de la sociedad. De todo lo cual se originará otro tercer provecho, consistente en que los hombres sentirán fácilmente apego a la tierra en que han nacido y visto la primera luz, y no cambiarán su patria por una tierra extraña si la patria les da la posibilidad de vivir desahogadamente. Sin embargo, estas ventajas no podrán obtenerse sino con la condición de que la propiedad privada no se vea absorbida por la dureza de los tributos e impuestos. El derecho de poseer bienes en privado no ha sido dado por la ley [humana], sino por la naturaleza, y, por tanto, la autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente moderar su uso y compaginarlo con el bien común. Procedería, por consiguiente, de una manera injusta e inhumana si exigiera de los bienes privados, bajo razón de tributos, más de lo que es justo».
¿Qué se entiende por «moderar su uso y compaginarlo con el bien común»? A modo de ejemplo, puede servirnos de ayuda repasar las Leyes concretas que los Pontífices, en su calidad de Reyes, aprobaron en sus Estados en virtud de lo que podríamos denominar su política agraria para las fincas del Agro Romano, Campiña Romana y Patrimonio de S. Pedro, y su política de abastos para la Ciudad de Roma. Estas Leyes las reunió Noguer en su serie de artículos titulados «Los Papas y los latifundios», que sería interesante analizar, D. m., en otra ocasión. Por lo demás, el publicista jesuita cierra su escrito sobre la Encíclica, que hemos venido siguiendo, con unas frases finales de conclusión que suscribimos: «En sentir de León XIII, la acción moral y religiosa es la primera y más importante de todas, la más indispensable y eficaz, la que con mayor amplitud debemos procurar; pero, al revés, la intervención del [poder supremo] la hemos de usar con parsimonia, en lo preciso, y, fuera del fin primario de tutela del orden jurídico, en lo demás como supletoria de la impotencia, ora individual, ora social [= asociativa o corporativa], y aun entonces con mucha cautela y meramente como auxiliar».
Es justamente esta naturaleza auxiliar-provisional de las intervenciones del poder público, la que llegó a confirmar años más tarde Pío XI con aquella doctrina –recogida en el epígrafe §79 de su Encíclica Quadragesimo Anno– a la que ha venido denominándose «principio de subsidiariedad». Noguer quiso dedicar su trabajo a este tema para salir al paso, no sólo de las corrientes socialistas-nacionalistas extracatólicas que iban surgiendo en el derechismo pagano europeo de su tiempo (bismarckismos, maurrasianismos, fascismos, etc.), sino también contra el «Caballo de Troya» de unos nuevos movimientos «social-católicos» que iban apareciendo desde principios del siglo XX bajo el nombre de democristianos, que se dedicaban a tergiversar la doctrina pontificia e introducir dentro de la Iglesia tendencias socialistizantes (usualmente según la línea «inglesa» fabiano-tecnocrático-socialdemócrata propia de lo que luego ha recibido hasta nuestros días el nombre de «Estado de Bienestar», aunque nosotros prefiramos el calificativo bellociano de «Estado Servil»).
Es importante, a su vez, tener en cuenta dos cruciales advertencias: la primera, que toda esta doctrina social del Papa en orden a procurar un verdadero régimen social católico sólo tiene sentido predicarla a un Gobierno legítimo, pues sólo en él tiene sentido hablar de abusos o desviaciones respecto al recto orden social natural; un Gobierno o régimen ilegítimo sólo tiene como fin único (como es obvio) la propia conservación y perduración de su precaria «vida» recién estrenada, para lo cual no tendrá inconveniente, una vez ya abierto el camino de la ilegalidad, en arremeter contra todo derecho y justicia; más aún si la usurpación adopta, como es lo normal, la forma política de Estado: totalitario y carente de límites por naturaleza. En segundo lugar, recordamos también que el fomento, por el legítimo Poder, de un régimen de Cristiandad difusivo de la propiedad, sólo será posible previa consideración y rectificación del sistema financiero que rige en las economías modernas, y cuya (deliberada) disfunción constituye el arma principal de que se valen los «imperialistas internacionales del dinero» (Pío XI dixit) para su control de las masas en provecho propio.








